María Sánchez se mueve como por su casa entre las ovejas que su amigo Felipe Molina cría en Las Albaidas, muy cerca de Córdoba, pero advierte: lo suyo son las cabras. Concretamente las de una raza a la que llaman, por las manchas de la piel, florida. “Las cabras”, explica, “son muy inteligentes. Y muy inquietas, se aburren”. Sánchez, cordobesa de 29 años, forma parte del grupo de veterinarios que trabaja para una asociación de 85 ganaderos de toda la Península. Eso supone —de Cataluña a Portugal, de Cádiz a León— 30.000 cabras. El martes pasado salió a trabajar por Ávila y Cáceres. El martes que viene Seix Barral publica su libro Tierra de mujeres, una mezcla de ensayo y memoria personal que defiende una visión realista —ni bucólica ni tremendista— del mundo rural al tiempo que reivindica el papel de las mujeres en ese mundo. Entre ellas, su abuela y su madre, subalternas en un universo de poder masculino, campesinas en una familia de veterinarios. Lo fue el abuelo de María Sánchez, lo sigue siendo su padre y lo es también ella, que, admite, tardó en reconocerse en las figuras femeninas que la rodeaban: “De chica quería ser un hombre. Ellos eran mi referencia”. Como escritora también le pasaba: “No hay narradoras del mundo rural porque las niñas dejaban la escuela para ayudar en el campo mientras sus hermanos seguían estudiando —le pasó a mi madre— y porque eran las primeras que se marchaban. Irse a la ciudad era una liberación”.
Autora del poemario Cuaderno de campo (2017), que va por la 12ª edición, Sánchez subraya que si no trabajara entre árboles y animales no escribiría: “Esto es mi vida, mi narrativa invisible”, dice señalando la dehesa. No obstante, admite que “el mundo rural está de moda”. Su propio libro viene a sumarse a títulos recientes como Las ventajas de vivir en el campo, de Pilar Fraile; Donde viven los caracoles, de Emilio Barco, o La tierra desnuda, de Rafael Navarro de Castro.
“No había escritoras del campo porque las niñas dejaban la escuela para trabajar”, dice María Sánchez
Este último vive en Monachil, un pueblo de 1.000 habitantes en las estribaciones de Sierra Nevada. Guionista de cine y televisión, De Castro (Lorca, 1968) llegó a Granada llevado por la nostalgia de su infancia en una granja de Albacete, el amor por una granadina y el hartazgo de la vida en Madrid. “No duras aquí ni un invierno”, bromeaban sus vecinos. Lleva 18 años.
Menos cine, ha hecho de todo: cultivar olivos, criar gallinas, “sobrevivir”. Sin embargo, conocer a los campesinos de su valle despertó en él la idea de rodar un documental que no prosperó pero que le sirvió de germen de La tierra desnuda, una novela de 500 páginas que cosechó un clamoroso silencio en todas las editoriales a las que la envió. Su suerte cambió el día que una amiga puso las primeras páginas en manos de Pilar Álvarez, la editora que, desde Turner, animó a Sergio del Molino a escribir La España vacía cuando el libro era solo un proyecto en un folio. La pega era que Turner no publica ficción; la suerte, que Álvarez fichó el año pasado por Alfaguara, el sello que acaba de lanzar La tierra desnuda y al que, cuenta la propia editora, no paran de llegar originales con historias rurales. Según parece, la España vacía está llena de escritores.
Navarro de Castro es consciente de que el campo es un género literario en sí mismo. Tanto que al frente de cada capítulo ha colocado citas que —de Miguel Delibes a Miguel Torga, pasando por Robe Iniesta o Luis Berenguer— servirían para levantar una biblioteca especializada. Él, afirma, quería desmarcarse de los clichés que arrastra ese mundo, a veces perpetuado por la propia literatura. A la pregunta de ¿qué clichés?, responde sin tomar aire: “Atraso, miseria, hambre, explotación, analfabetismo, ignorancia, abuso, maltrato, beatería… Al final todo lleva a la brutalidad. Pascual Duarte es un asesino en serie nacido en el campo. En Cañas y barro, Tonet termina matando a su hijo y suicidándose. En Los santos inocentes, el paisano cuelga al terrateniente… Siempre se habla del campo cuando hay un crimen, aunque no hay más crímenes que en las ciudades. Es un mundo muy duro y eso es ineludible, pero también hay gente con principios, que se ayudan unos a otros, que cuida la tierra y respeta la naturaleza”.
También María Sánchez está cansada de la visión negativa del “periodismo sepulturero” que “se recrea en los pueblos fantasma”. “Del campo siempre han escrito los mismos: hombres y de ciudad. Delibes está bien. Se ve que le gustaba el campo, pero iba de paseo. ¡Pregúntale a mi madre si le gusta el campo! Para ella significa trabajo”. A Sánchez no le gustó La España vacía: “Puede ser interesante como estudio sociológico, pero es paternalista”. Ella prefiere hablar de “España vaciada”: “En los pueblos hay mucha gente haciendo cosas: agricultura respetuosa con el territorio, ganadería extensiva, gente conectada gracias a Internet como Ramaderes de Catalunya o Ganaderas en Red. Muchas mujeres…”. Algunas la acompañarán en las presentaciones de su ensayo: “En igualdad de condiciones. Se trata de hablar del campo, no de mi libro”. Entre los títulos ajenos que le han gustado cita Invierno, de Elvira Valgañón; Palabras mayores, de Emilio Gancedo, o Los últimos, de Paco Cerdà. Todos en el sello riojano Pepitas de Calabaza, uno de los que más han apostado por el tema.
Sergio del Molino reconoce que si la postura de María Sánchez es “militante”, la suya es “diletante”, pero considera que su reproche es injusto: “Por un lado, no hay superabundancia de urbanitas hablando del campo: ahí están referentes como Julio Llamazares o Avelino Hernández. Por otro, en La España vacía no finjo hablar desde un punto de vista que no es el mío. El lector lo sabe en todo momento”. Tampoco cree que unas voces estén más autorizadas que otras para “tratar un tema que nos concierne a todos”. Lo que sí admite es que las "grandes desaparecidas" de su libro son las mujeres porque también lo son de los discursos culturales sobre el campo: "El mío es un ensayo sobre discursos culturales y nadie ha recogido hasta ahora esas huellas. Eso está cambiando. Lo importante es que haya una polifonía. Por eso me interesa la postura de María Sánchez aunque no siempre la comparta".
En casi todos los escritores que trabajan sobre el mundo rural se repiten tres referencias: Puerca tierra (1979), de John Berger; La lluvia amarilla (1988), de Llamazares, y, por supuesto, La España vacía (2016). A su lado, pequeños hitos que mantuvieron vivo el interés, como Un millón de vacas (1990), el libro de cuentos y poemas de Manuel Rivas; El cielo gira (2004), el documental de Mercedes Álvarez; Intemperie (2013), la novela de Jesús Carrasco, o El olivo(2016), la película de Iciar Bollain, que ya en 1999 había contado con Llamazares para escribir el guion de Flores de otro mundo.
“La globalización produce insatisfacción y los jóvenes buscan otros valores”, sostiene Julio Llamazares
Julio Llamazares recuerda que escribió La lluvia amarilla “a contrapelo” de lo que se hacía en la España de los ochenta, “la de la movida y el pelotazo”, cuando escribir sobre el campo era, dice, “casi una provocación”. Una provocación que solo se le toleraba a Miguel Delibes, que en 1978, año incónico de la Transición, publicó El disputado voto del señor Cayo, una novela sobre el choque entre la cultura urbana (basada en el consumo) y la campesina (basada en la autosuficiencia). El resultado del choque ya lo conocemos, sin embargo, pese a la supuesta hostilidad del ambiente, La lluvia amarilla se convirtió en un fenómeno justo una década más tarde: “Supongo que tocó una fibra de la sociedad sobre un problema oculto”. Los lectores se identificaron tanto con la historia del último habitante de un pueblo del Pirineo, Ainielle, que bautizaban a sus hijas con ese nombre y peregrinaban a los escenarios del libro. “En el fondo hablaba del paso del mundo agrario a uno urbano e industrial. Por eso conectó con la gente.
Incluso fuera de España. El tema es universal”. El escritor leonés compara el interés por el mundo rural con el que suscita la memoria histórica: una generación lo vive, la siguiente quiere olvidarlo y la tercera, recuperarlo: “Son los nietos los que quieren saber qué pasó en la Guerra Civil. También cómo vivían sus abuelos, por qué emigraron sus padres y con qué resultado”. Llamazares, no obstante, aprecia en los jóvenes una mirada distinta que está calando en la literatura: “La globalización genera insatisfacción y la gente busca en los pueblos algo que a veces está idealizado pero que tiene otros valores: la ecología, por ejemplo”. La editora Pilar Álvarez abunda en esa insatisfacción y le pone fecha: 2008. “La crisis demostró que la ciudad puede ser muy dura y que te expulsa fácilmente de la sociedad”. María Sánchez añade un elemento más: “La gente empieza a preguntarse de dónde sale lo que come. Por eso proliferan los grupos de consumo a pesar de la presión de la industria alimentaria y del supuesto progreso. Hoy empujar el carrito de la compra es un acto político”.
No es raro que el debate sobre la definición de progreso haya puesto en el centro de atención la obra de John Berger. Un año después de ganar el Premio Booker con la novela G. (1972), el escritor londinense se instaló en Quincy, un pueblo de los Alpes franceses. En 1979 publicó Puerca tierra, primer volumen de una trilogía sobre la desaparición del mundo campesino que completó con Una vez en Europa(1983) y Lila y Flag (1990). Aquella obra inaugural, que mezcla poemas y cuentos, se abre con una reflexión sobre la relación del escritor con el lugar y la gente sobre los que escribe, continúa con un aviso -"No soy campesino. Soy escritor: mi escritura es al mismo tiempo un vínculo y una barrera"- y se cierra con un ensayo cuyo fin es colocar la ficción en su contexto económico. Berger, traducido por Pilar Vázquez para Alfaguara, escribe allí: “Las fuerzas que hoy están eliminando o destruyendo el campesinado representan la contradicción de muchas de las esperanzas contenidas en su momento en el principio de progreso histórico. La productividad no reduce la escasez. La expansión del conocimiento no lleva inequívocamente a una mayor democracia. El advenimiento del ocio en las sociedades industrializadas no ha traído la satisfacción personal, sino una mayor manipulación de las masas”. De este párrafo hace 40 años.
Rafael Navarro de Castro coincide con otro de los apuntes de Berger: lo que hay que conservar no son las tradicionales condiciones de trabajo de los campesinos, sino sus valores: “Hasta ayer”, dice el novelista, “se juntaban para ayudarse recogiendo la cereza o la aceituna, para hacer la matanza… Tenían un espíritu colaborativo, no competitivo. Además, son ecologistas sin saberlo. Plantan un árbol cuando se muere otro, cuidan la tierra. Nosotros ¿qué hacemos? La esquilmamos, la envenenamos y la dejamos inservible. Ellos piensan en la continuidad, piensan a largo plazo, en sus hijos, en sus nietos o en el que vendrá. Nosotros pensamos en la cuenta de resultados: sacar el máximo beneficio en el mínimo tiempo posible”. “Ahora”, añade María Sánchez, “nos cuentan en revistas científicas técnicas contra la erosión que sabe desde siempre cualquier pastor”.
CONTRA EL AGRO-POP
“El campo tiene cosas cómicas, pero falta humor al hablar de él”. Lo dice Santiago Lorenzo (Portugalete, Bizkaia, 1964), que lleva seis años viviendo en una aldea de Segovia cuyo nombre no quiere que se publique. Tras dirigir películas como Mamá es boba o Un buen día lo tiene cualquiera, Lorenzo se ha volcado en la literatura. Su última novela, Los asquerosos, la epopeya sin épica de un hombre que se refugia en un pueblo huyendo de la policía, tiene algo de burla de los “alardes agropop” de los urbanitas: “He visto comportamientos más paletos en Madrid que en el pueblo, pero siempre se habla del campo como de las catedrales, con gravedad”. A él no le preocupa que el país se despueble: “¿Que hay mucha España vacía? Cuanta más haya, mejor. Así tenemos para elegir. A los que se lamentan les digo lo mismo que a los que se quejan cuando cierran una sala de cine: ‘Haber ido, si es que no ibas…”. Su opción por la aldea se debe, explica, a que siempre ha vivido en “la inconsistencia”: “Y aquí estoy muy bien”. Al protagonista de su libro le parece “una fantasmada de revista de tendencias” dedicarse a la agricultura, pero disfruta como un niño del silencio y del aire puro: “Yo no hago mermeladas, siembro ajos. El silencio y el aire son dos grandes ventajas del campo. La desventaja es que no hay pastelerías. Y que a veces se pierden los de MRW”.
Las palabras que más se oyen en cualquier conversación sobre el campo no son “desde siempre” sino “hasta cuándo”. ¿Hay futuro? Julio Llamazares reconoce que los nuevos escritores han devuelto el tema a la actualidad, pero avisa: “Va camino de convertirse en un género. Yo he empezado a rechazar invitaciones a coloquios porque hablar ya está todo hablado, ahora toca actuar”. De Castro, como apunta en su novela, cree que la reforma agraria de la Segunda República fue tal vez la última oportunidad: “El resto fue ir cuesta abajo.
Primero, el franquismo y los terratenientes; luego, la globalización y la presión del capitalismo. Parecía distinto pero terminó siendo igual: someterlos a base de precios. Te impongo unas condiciones de producción y unos precios de venta y te asfixio. El futuro pasa por cultivar tomates y que sea viable porque todo el mundo come tomates y encima los paga caros. No lo es porque hay toda una red de intermediarios que deja al agricultor como el eslabón más débil. Al final los tomates se cultivan en invernaderos industriales a base de química y de explotar a los inmigrantes”. Eso sí, tiene fe en los grupos de consumo que tratan de “romper las cadenas de comercialización y de la larga distancia. ¡Si es que nos traen la comida del culo del mundo!”. También Emilio Barco confía en los “jóvenes hortelanos”. Profesor de Economía Agraria en la Universidad de La Rioja, Barco acaba de publicar Donde viven los caracoles, una mezcla de testimonios y análisis en crudo con John Berger en el horizonte. “Que desaparezcan las huertas”, escribe con ironía, “no es ningún problema mientras estén los lineales de los supermercados abastecidos de lechugas, acelgas, judías verdes…, vengan de donde vengan. Para las hortalizas no se quisieron en su día las denominaciones de origen. Así les va”.
María Sánchez insiste en que es urgente “dejar de tratar a la gente del campo como a ciudadanos de segunda” para que se quede el que quiera quedarse: “No se trata de que haya un instituto en cada pueblo, sino uno por comarca. O médicos que puedan atender a los niños, no solo a los viejos. Y que llegue Internet, porque hoy es imposible hacer rentable una ganadería o un cultivo sin conexión”. Para ella, los grandes problemas son la falta de servicios básicos, la política agraria comunitaria —“que beneficia a los grandes propietarios y no a los que trabajan en el campo”— y el desconocimiento de la sociedad. “La gente está haciendo cosas, pero no se les da espacio. Preferimos el tópico. Mis ganaderos nunca han hecho comentarios sobre mi físico. Empecé a oírlos de la gente de la literatura cuando publiqué los poemas. El lunes pasado fui al Premio Biblioteca Breve y un editor forastero me dijo: ‘Para ser veterinaria de campo vistes muy bien’. Así estamos. Como si fuera incompatible que yo me pinte cuando me apetezca con, si hace falta, gritarles a las cabras”.
Tierra de mujeres. Una mirada íntima y familiar al mundo rural. María Sánchez. Seix Barral, 2019. 190 páginas 17 euros. Se publica el 12 de febrero.
Cuaderno de campo. María Sánchez. La Bella Varsovia, 2017. 92 páginas 12 euros.
La tierra desnuda. Rafael Navarro de Castro. Alfaguara, 2019 528 páginas 18,90 euros.
Donde viven los caracoles. De campesinos, paisajes y pueblos. Emilio Barco. Pepitas de calabaza, 2019 236 páginas 17, 90 euros.
Los asquerosos. Santiago Lorenzo. Blackie Books, 2018. 221 páginas 21 euros.
Las ventajas de vivir en el campo. Pilar Fraile. Caballo de Troya, 2018. 304 páginas 15,90 euros.
Invierno. Elvira Valgañón Pepitas de calabaza, 2018. 136 páginas 15,50 euros.
Fuente: El País