¿Pero, para qué sirven? Es la pregunta más frecuente entre los adolescentes cuando se enfrentan a las matemáticas de los cursos de secundaria. El lenguaje abstracto, la lógica interna de los números y funciones, no se interioriza si no viene acompañado de una posible aplicación. A las democracias liberales les pasa una cosa parecida. ¿Son útiles si no se puede cambiar de forma clara una determinada situación?
Alfonso Guerra lo explicaba a mediados de los años 2000, cuando, con su gracejo habitual, se burlaba de la exigencia de que los bancos centrales fueran independientes de los gobiernos. Independientes, ¿para qué?, se preguntaba, con una idea que después se ha ido solidificando. Si se deja en manos de expertos determinadas políticas, si la política monetaria no puede quedar al albur de los políticos nacionales, si los presupuestos se miran con lupa desde Bruselas, ¿el voto en las elecciones qué puede forzar a cambiar, exactamente?
Todo eso se plantea con detalle en Democracia y globalización, (Anagrama) el trabajo de Josep Maria Colomer y Ashley L.Beale con una tesis clara, pero nada fácil de concretar: si la globalización ha dañado a las democracias, si los gobiernos nacionales no saben dar respuestas a los nuevos retos, que exigen respuestas globales, entonces, ¿cómo poner en pie instituciones y gobiernos globales que sí acompañen a esos ciudadanos despavoridos que se sienten a la intemperie? La respuesta es “globalizar la democracia”. ¿Fácil?
Algunos países han comenzado a actuar por ellos mismos. Se trata de escoger ante lo que apuntó el politólogo Dani Rodrik, con el llamado trilema imposible, expuesto en La paradoja de la globalización. No se pueden tener tres cosas a la vez: una hiperglobalización económica, una democracia política y mantener la soberanía nacional. Son incompatibles y fuerza a los estados a escoger dos de esas alternativas. Es lo que está sucediendo en buena parte de la Europa del Este, pero también lo que ya ha ocurrido en el Reino Unido, que optó, con el Brexit, por debilitar la integración europea, con el objeto de reforzar la democracia interna y la soberanía británica. ¿Error? Es la consecuencia de una globalización que lo ha trastocado todo y que ha puesto en solfa la cohesión interna de cada país.
Colomer y Beale entran de lleno en la cuestión económica. Las democracias pueden aguantar con niveles de relativa pobreza, pero no se sostienen sin clases medias que puedan ejercer de colchón entre la “tiranía de los ricos y la revolución de los pobres”, como apuntan los politólogos Acemoglu y Robinson. Lo que ocurre es que esas clases medias, en las democracias liberales, han sufrido en sus carnes una globalización que polariza, y que, y esa es también una gran paradoja, ofrece un sentimiento de mérito a quien alcanza la cúspide y culpabiliza a quien se queda en la cuneta. Para relacionar todas esas cuestiones hay que acudir al filósofo político Michael Sandel, y a su obra La tiranía del mérito. Lo que expone completa a la perfección la visión expuesta en Democracia y globalización.
Mejores respuestas: en los sistemas parlamentarios complejos
Señala Sandel que el propio sentido de la comunidad se ha visto fracturado, y lo conecta con lo sucedido durante la pandemia del Covid: “Mientras tanto, quienes habían recogido los frutos de la bonanza económica de los mercados, de las cadenas de suministro y de los flujos de capital globalizados cada vez dependían menos de sus conciudadanos. Sus perspectivas y su identidad económicas ya no estaban sujetas a una comunidad local o nacional. Los ganadores de la globalización se fueron apartando así de los perdedores y fueron poniendo en práctica su propia versión del distanciamiento social”.
La división ya no se establece entre la izquierda y la derecha, por tanto, según la propia versión de los ganadores, sino entre los que abrazan un mundo abierto y los que se refugian en el terruño cerrado. Y en un mundo abierto todo depende de la educación, del esfuerzo y de la preparación para abordar esa economía global. La clave está en que los gobiernos de cada país deben ofrecen las mismas oportunidades a todos, y el éxito dependerá del esfuerzo posterior. Eso acaba produciendo un sentimiento de ganador, porque quien llega a la cúspide termina creyendo que se ha merecido ese éxito, cuando hay muchos otros condicionantes. Y no es el menor que los que tienen esa mayor preparación, suelen ser los que ya tenían todas las condiciones familiares para tenerla, con lo que se reproduce un mismo esquema social, con pocos cambios provocados por el poder político de los gobiernos nacionales.
Pero lo que está en juego, y de nuevo caminamos con Colomer y Beale, es el funcionamiento institucional de las democracias. Su conexión con la palanca del cambio económico es fundamental, pero eso depende en gran medida del juego político, de la capacidad de acuerdos, de que no se polarice una sociedad en función de distintas legitimidades o de momentos políticos. ¿Qué implica esa cuestión? Los dos expertos se refieren a la capacidad de los regímenes parlamentarios para abordar los distintos retos nacionales. La globalización erosiona el poder político, de acuerdo, pero se responde mejor con sistemas políticos que dan entrada a numerosos actores.
Las dictaduras no son mejores que las democracias para manejar los asuntos económicos, al revés, pese a que el modelo chino haya significado una especie de faro para muchos gurús del poder económico. Los diez países mejor gobernados del mundo, en los que los ciudadanos señalan que están más satisfechos con su democracia son sistemas parlamentarios. Se trata de Dinamarca, Suecia, Noruega y Finlandia, que tienen, además, gobiernos de coalición. Les siguen Alemania, Holanda y Suiza y Nueva Zelanda, y hay otros dos: Canadá y Australia.
En los ocho primeros rige una ley electoral que permite la representación proporcional. En los dos últimos, hay un sistema mayoritario. El caso es que la respuesta a los retos globales no es la simplificación en la toma de decisiones, como pudiera dar cuenta una dictadura, sino la complejidad de sistemas parlamentarios que nos llevaría a pensar, a priori, que es cosa del pasado. Josep Maria Colomer, con una extensa obra a sus espaldas, está ahora obsesionado con el sistema de Estados Unidos, al criticar esa enorme polarización que se establece a partir de dos legitimidades: la elección presidencial, por una parte, y las elecciones a las cámaras de representantes, que, además, se elige en distintos tramos. El deseo de que haya distintos contrapoderes, inicialmente positivo por parte de los padres de la Constitución norteamericana, acaba siendo un profundo impedimento, porque paraliza la democracia estadounidense.
China, siempre China
El problema, en todo caso, es la necesaria cesión de soberanía para que en foros multipolares se pueda hacer frente a esa globalización en la que unos pocos ganadores se lo llevan casi todo. El camino que apuntan Colomer y Beale lo ha recogido, en parte, el G-20 con la intención de promover un porcentaje mínimo mundial en el pago del Impuesto de Sociedades para todas las grandes corporaciones, que deben pagar, ahora, allí donde obtienen beneficios, en cada uno de los países donde los reciben.
La incógnita, sin embargo, se mantiene. El elefante sigue en la habitación. No es otro que China. El país asiático ha desafiado todos los pronósticos. Se ha desarrollado una clase media, con capacidad de consumo, que viaja, pero el régimen político no se pone en cuestión. El modelo en la literatura académica era España. Con la expansión económica de los sesenta, la incipiente clase media no iba a poder tolerar un régimen que ahogaba las libertades. Y el régimen se vio en la necesidad de cambiar, con una reforma que fue, en la realidad, una ruptura, dando pie a un sistema democrático. Pero, ¿qué pasa en China? El problema para el régimen chino llegará cuando no garantice el crecimiento económico a su población. Es la idea de Colomer, que vuelve a conectar la política con la economía. ¿Habrá cambios con una crisis económica severa?
Las lecciones de Colomer y Beale parecen diáfanas, con la convicción de que son las grandes diferencias sociales internas las que hacen mella en una democracia, no la desigualdad en sí misma. Y que las demcoracias, cuando llevan ya unos diez años seguidos de funcionamiento, suelen aguantar. El reto es que haya instituciones globales que traspasen la frontera: de proteger libertades o de promover la paz, deben pasar al suministro de “mejores oportunidades económicas y libertades más seguras”, incidiendo en los gobiernos nacionales. Esa será la fórmula para que los estados no se replieguen sobre sí mismos, rechazando una globalización que también ha ofrecido oportunidades para millones de personas.