Se ha repetido muchas veces, pero no está de más recordarlo: llegar al gobierno no significa tomar el poder. De hecho, en esta Unión Europea (UE) ni siquiera significa controlar el aparato del Estado, que alberga importantes centros de poder real completamente ajenos a cualquier control democrático. Es el caso, por ejemplo, de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), encargada de la vigilancia del principio de estabilidad presupuestaria recogido en el artículo 135 de la Constitución, que lleva a cabo su actividad con total independencia orgánica y funcional de cualquier otra autoridad pública. Y es el caso, paradigmático, del Banco de España (BE), que desarrolla sus funciones siguiendo las instrucciones del Banco Central Europeo y con absoluta independencia del Gobierno elegido por los españoles. En la actual UE, el aparato del Estado ya no es una pirámide vertical susceptible de ser controlada mediante un triunfo en las elecciones o un cambio en las mayorías parlamentarias.
Pedro Sánchez ha podido comprobarlo estos días. Mientras vagaba por América Latina alentando la intervención de EEUU en Venezuela, los centros de maniobra alineados con Bruselas empezaron a torpedear el acuerdo presupuestario suscrito por el Gobierno y Unidos Podemos. El lunes, el Banco de España acusaba al Ejecutivo de hinchar la previsión de ingresos y anticipaba que este año el desfase entre ingresos y gastos alcanzará el 2 por ciento del PIB y no el 1,3 previsto en los presupuestos. Dos días después, la AIReF elevaba al 2,2 por ciento el déficit previsto para 2019, insistiendo en los mismos argumentos. El mensaje no podía ser más claro: a la UE no le gustan estas cuentas públicas y utiliza sus agentes incrustados en el aparato del Estado para desacreditarlas. La subida del salario mínimo a 900 euros y la previsión de convertir en ley la actualización de las pensiones con arreglo al IPC preocupan en Bruselas, que acaricia la posibilidad de un giro político con aroma francés que resucite el acuerdo entre PSOE y Ciudadanos frustrado tras las elecciones de 2015.
Mientras todo esto ocurría, la izquierda española sufría una sacudida con la marcha de Íñigo Errejón a Más Madrid, abandonando la que hasta ahora había sido su formación. No insistiremos aquí en las irregularidades que han rodeado esta decisión política. Sobre esto se ha dicho ya casi todo. Nos interesa más resaltar que se trata de una escisión atípica, en la medida en que no parece haber razones de fondo que la justifiquen. La principal discrepancia que Errejón y sus partidarios mantenían, o decían mantener, con la dirección de su partido era la relación de Unidos Podemos con el PSOE, pero ésta no puede haber sido la causa. Por primera vez en la historia reciente, dicha relación se ha traducido en un resultado tangible para millones de personas que se beneficiarán del acuerdo alcanzado por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias el 11 de octubre de 2018. Como advertimos en su momento, el acuerdo adolecía de ciertas limitaciones e incertidumbres, pero era evidente que se había producido un cierto giro social en España. Pues bien, si la relación con el PSOE no ha sido la causa de la escisión, cabe pensar que sus razones tienen más que ver con la inevitable lucha de poder que siempre ha acompañado a las formaciones políticas y que es consecuencia de visiones estratégicas diferenciadas.
En efecto, aquí no se trata sólo de intrigas y conspiraciones. Seamos claros: la mayoría que hizo posible la moción de censura provoca desconfianza en Bruselas y ha despertado un odio profundo y antiguo en nuestras oligarquías, que no perdonan las concesiones realizadas a Unidos Podemos, por más limitadas que fueran. Saben que, si esta mayoría se consolidase y ampliase, podría abrir la puerta a un proceso constituyente que abordara en serio los dos grandes problemas a los que se enfrenta España: la crisis de la constitución territorial y el desmantelamiento de la constitución social. Y como lo saben, pretenden neutralizar esta hipótesis forzando una recomposición conservadora del panorama político. El pacto entre PP, Ciudadanos y Vox es ciertamente una posibilidad, pero no es la única ni la preferida por Bruselas. La opción preferente es un nuevo acuerdo entre PSOE y Ciudadanos que ocupe un espacio europeísta y radicalmente neoliberal más o menos similar al de Macron en Francia. Los movimientos que se han producido estos días, incluyendo la defensa del golpismo en Venezuela por parte de Manuela Carmena, se inscriben en este contexto y apuntan a lo que algún periodista, en frase muy expresiva, ha denominado el Gran Centro.
No es ningún secreto que Unidos Podemos atraviesa una situación muy complicada. Desde el punto de vista electoral, la división creada exigirá un esfuerzo colectivo para articular una confluencia lo más amplia posible. Los autores de este artículo, integrantes de distintas fuerzas políticas, así lo esperamos. Ahora bien, las dificultades del movimiento popular surgido al calor de la crisis no pueden ni deben reducirse al momento electoral. Si no se abordan algunos problemas de fondo, la izquierda se enfrenta a un riesgo real de desaparición. Lo fundamental: Unidos Podemos debe ser la base de un proyecto político organizado capaz de vehicular las grandes transformaciones sociales que nuestro país necesita. “Organizado” significa participación democrática, debate de ideas, elaboración colectiva de propuestas y unidad de acción, evitando que el marketing electoral ahogue cualquier atisbo de reflexión compartida sobre la línea política.
Ese proyecto debe ofrecer una respuesta solvente a las grandes líneas de fractura que atraviesan la construcción del Estado español contemporáneo: la cuestión territorial y la cuestión social. Como ha señalado Pérez Royo, España carece de constitución territorial desde que la Sentencia 31/2010 del Tribunal Constitucional dejó sin efecto una parte sustancial del Estatuto catalán ratificado en referéndum en el año 2006. Pero no se trata sólo de eso. Las políticas de austeridad impuestas por la UE han liquidado la constitución económica pactada en 1978, alumbrando un profundo malestar social que, en el caso de Cataluña, y debido a sus específicas circunstancias históricas, acabó transformándose en una movilización política de carácter independentista. Primero fue el malestar social; después, la movilización independentista. La verdad es que la crisis social y la crisis territorial están mucho más relacionadas de lo que suele reconocerse, y sólo podrán resolverse si se abordan conjuntamente en un nuevo marco constitucional al servicio de las mayorías sociales. La clave: construir un nuevo Estado federal y republicano que garantice los derechos sociales frente a una Unión Europea que tiene muy poco de unión y cada vez menos de europea. Ese es el reto.
Fuente: Cuarto Poder