Hazte un arca de madera de gofer; harás aposentos en el arca y la calafatearás con brea por dentro y por fuera. Y de esta manera la harás: de trescientos codos la longitud, de cincuenta codos su anchura y de treinta codos su altura. Una ventana harás al arca y la acabarás a un codo de elevación por la parte de arriba; y pondrás la puerta del arca a su lado; y le harás piso bajo, segundo y tercero. Génesis 9, 14-15
Las órdenes de Dios suelen ser muy específicas. Las explicaciones de sus actos, por el contrario, suelen ser mucho más vagas. Pongámonos como ejemplo aquella vez que se propuso barrer a los seres humanos de la faz de la Tierra y la razón que aportó fue esta:
«Me arrepiento de haberlos creado». No pretenda entenderlo plenamente, no pierda usted el tiempo. Nosotros, pobres hormiguitas, nunca podremos ponernos en el lugar de Dios. Solo podemos adivinarlo desde abajo. Solo podemos imaginar qué le pasa por la cabeza al único ser omnisciente y todopoderoso de la Creación.
Es obvio que la historia de Noé tiene lagunas argumentales, pero eso es algo que tienen en común todas las buenas aventuras. Imaginemos a un hombre, un patriarca, que, ayudado solo por su familia, ha construido un arca gigantesca por mandato divino; que ha talado los árboles uno a uno para hacerla y que ha juntado las parejas de animales exigidas1; y que luego, después de todo ese trabajo titánico, se ha dedicado a predicar el fin del mundo hasta que Dios le ha dicho que entre en esa tabla de salvación gigantesca que él mismo ha construido y que cierre la puerta por dentro. Imaginemos que pasan cuarenta días y cuarenta noches lloviendo, que ese cajón de ciento cincuenta metros de eslora flota a la deriva por un mundo inundado y que el arca, finalmente, encalla.
Durante las siguientes semanas Noé libera un cuervo y tres palomas por la ventana de la embarcación con la esperanza de que encuentren tierra firme. La más famosa es la segunda paloma, la que vuelve una hora después de ser soltada con una rama de olivo en el pico, pero la más importante de la historia es la tercera, la que nunca regresó al arca. Gracias a ella, Noé pudo inferir que lo peor ya había pasado, y que las criaturas de su embarcación, tanto el pasaje como la tripulación, eran las únicas que quedaban vivas en la Tierra. Solo restaba abandonar el arca, liberar a las bestias y volver a reconstruirlo todo empezando por aquel lugar donde el arca había encallado. La casilla de salida de la humanidad está allí arriba, a más de cinco mil metros de altura. Es la montaña sagrada de los armenios: el monte Ararat.
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No sabemos con exactitud en qué momento se establecieron en su tierra los primeros armenios, pero podemos estar seguros de que lo hicieron antes que la mayoría de las civilizaciones que conocemos. La capital de Armenia, Ereván, es una ciudad más antigua que Roma y al menos tan antigua como Babilonia. Fue fundada por un rey de la dinastía Urartu ocho siglos antes de Cristo. El origen de Armenia como nación se remonta seis siglos antes de Cristo. Incluso algunos historiadores, como James Russel, se aventuran más allá y dicen que ya había armenios en su territorio hablando su propia lengua indoeuropea dos milenios antes de Cristo 2.
Una sabe qué tipo de civilización tiene ante sí por la cantidad de leyendas que reúne su historia. Una civilización milenaria ha vivido victorias y fracasos épicos, ha cruzado océanos, ha sobrevivido a plagas, ha visto milagros o lo ha hecho todo a la vez. Cuanto más antiguas sean esas leyendas, mayor será su influencia, más profundamente estará enterrado el germen de esa personalidad en la identidad de sus miembros.
La particularidad en el caso de Armenia es que la identidad nacional de su población no se basa simplemente en el hecho de ser nativos en su tierra, sino en la identidad religiosa que viene también de la mano de esa herencia ancestral y que, desde el mismo inicio, es refrendada por la Biblia. Por si no bastase con que su monte sagrado fuese el punto de partida de la humanidad después del Diluvio, Armenia puede presumir de ser una de las primeras civilizaciones que visitaron los discípulos de Jesús. La tradición dice que Judas Tadeo y Bartolomé fueron los apóstoles que evangelizaron por primera vez en Armenia, entre los años cuarenta y sesenta del primer siglo. Fueron ellos quienes convirtieron a los primeros cristianos. Es por eso que la Iglesia armenia se llama a sí misma «apostólica».
Esa es la gran ventaja de estar asentados desde el principio de los tiempos en un territorio privilegiado y estratégico. Ser un país transcontinental en una época en que el conocimiento y la economía viajan en caravanas significa que vas a ser testigo de la historia completa de la humanidad. Demasiado al oeste para los asiáticos y demasiado al este para los europeos, Armenia ha conservado ese sentimiento extranjero que la hizo reafirmarse en su propia diferencia y hacer de ella su identidad. En esto desempeñó un papel fundamental la conversión al cristianismo. La alejó de la influencia de Irán y la hizo adquirir y alimentar ese carácter propio que solo da el saberse heredero de la religión verdadera y haberla tomado directamente de los apóstoles.
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Aunque ya había cristianos en Armenia en el siglo I, la adopción del cristianismo como religión oficial no ocurrió hasta principios del siglo IV. La figura clave en este proceso fue san Gregorio I «el Iluminador» y, de nuevo, el Ararat volverá a ser el escenario de la manifestación del poder del dios y de la fe de quienes lo adoran.
El Iluminador nace en Cesarea, capital de la Capadocia, y recibe una educación cristiana. Cuando alcanza la madurez, Gregorio, que pertenece a una ilustre familia armenia, decide regresar al país de sus ancestros y empieza a trabajar como funcionario de palacio en la corte de Tiridates III. Aunque el rey está muy contento con sus servicios, un día lo pone en una encrucijada parecida a la de Daniel y los tres hebreos ante el rey Nabucodonosor3: el rey le pide que haga un acto de adoración a uno de los dioses paganos. Gregorio se niega. Mejor dicho: no solo se niega, sino que contesta al rey delante de toda la corte que es estúpido adorar a otro que no sea el Dios verdadero, aquel que es único y ha hecho todas las cosas. El rey, enfurecido, lo manda encerrar en Khor Virap, la prisión de Artashat, en la falda del monte Ararat, la que llamaban «el pozo del olvido», porque nadie volvía vivo de allí. Si Noé fue el primer hombre, Gregorio será el primer mártir y vuelve al Ararat.
Gregorio es sometido allí a terribles torturas. Le ponen la cabezada de un asno, le hacen cargar piedras de sal enormes, como si fuese una bestia, y es colgado bocabajo de un pie durante una semana. Aun así, resiste gracias a la oración. Cada poco tiempo, el rey lo manda llamar y le dice que si decide adorar a uno de sus dioses se acabará su tormento. Gregorio no cede y así pasan trece años de torturas, sufrimiento y oración. Un martirologio clásico.
El milagro llega, por fin, como una desgracia. El rey Tiridates ha enfermado de licantropía y, en medio de la desesperación por encontrar una cura, la hermana del monarca sueña con un emisario divino que le dice que Gregorio, aquel cristiano que está encerrado en lo más hondo de la prisión Khor Virap, es el único que podrá curar al rey. Los súbditos empiezan a pensar que ella también está loca, porque después de tanto tiempo ya dan a Gregorio por muerto y creen que está delirando. La hermana del rey sigue teniendo el mismo sueño durante días, con el mismo mensaje, así que mandan a buscarlo a la prisión para ver si sigue vivo. Y, sí, Gregorio seguía vivo.
No solo sanará al rey, sino que le hace escuchar la palabra y reconocer al dios cristiano como el único que merece ser adorado. El impacto es tan grande que Tiridates decide que el cristianismo sea la religión oficial en todo el país. El registro de la Iglesia apostólica armenia dice que esta conversión se produjo en el año 301 d. C. Así, oficialmente y como afirma la tradición, Armenia fue la primera nación del mundo en adoptar el cristianismo como religión oficial.
En el año 314, Gregorio fue nombrado primer obispo de la historia de Armenia. Estableció las bases formales de la Iglesia cristiana y le fueron entregadas, por parte del rey, quince provincias de las que era responsable para que asentara en ellas el cristianismo.
Puede que san Gregorio fuese un santo y que hubiese sido torturado como un mártir clásico, pero su estrategia de evangelización era la propia de un general. Por un lado, estableció escuelas para educar a los niños que habían sido criados en el paganismo y reconducirlos hacia la cristiandad; por otro, se dedicó a enviar unidades militares a los templos y a los lugares de reunión paganos para destruirlos y confiscar sus bienes, que luego se reinvertían en nuevos templos cristianos. Aunque hubo algunas familias aristocráticas que se resistieron a la conversión, la influencia del paganismo se fue debilitando gradualmente hasta convertirse en residual.
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Como decíamos, las leyendas ayudan a afianzar la fe, a crear naciones, a alimentar la narrativa de sí mismas y embellecer aquello que, contado de otra forma, resulta más bien banal.
Algunos historiadores modernos fechan la conversión oficial de Armenia en el año 314, justo después del Edicto de Milán. Fue cuando se decretó la libertad de religión en todo el Imperio romano y se puso fin a las persecuciones religiosas. Se cree que el cristianismo entró en Armenia por dos rutas diferentes. De ahí, probablemente, el desajuste de las fechas.
Los mismos historiadores también sostienen que Tiridates no fue sanado milagrosamente por san Gregorio. Es más probable que el monarca supiera leer la oportunidad política y económica que le brindaba la oficialización del cristianismo. Le permitía confiscar impunemente los tesoros de los templos que estaban custodiados por una estirpe de sacerdotes y, al mismo tiempo, protegía a la población de la influencia persa que trataba de imponer el zoroastrismo. Puede que todo esto sea cierto y que esté documentado por expertos, pero de lo que estamos seguros es de que sobre esta parte de la historia nunca se edificará una iglesia.
Seguir la evolución de la iglesia durante los siglos IV y V es apasionante porque, en contra de lo que muchos creyentes puedan pensar en su inocencia, el establecimiento de una religión tiene una parte muy amplia de labor puramente burocrática y política, por eso, a veces, puede llegar incluso a ser violento. Así nos ha dejado constancia de ello la Iglesia en sus concilios ecuménicos, donde asuntos de fe y de gestión interna se discutían con el mismo fervor, la misma pasión y la misma importancia.
La manera en la que toda la tierra fue poblada por Noé y sus descendientes después del Diluvio, John Hinton (editor), 1749.
Para la Iglesia apostólica armenia, el punto de no retorno fue cuarto concilio ecuménico que tuvo lugar en la región de Calcedonia (Asia Menor) entre el 8 de octubre y el 1 de noviembre del año 451. En este concilio, el conflicto que provocó un enorme cisma fue la cuestión de la naturaleza de Jesucristo. Una discusión entre monofisitas, partidarios de la idea de que Cristo solo tenía naturaleza divina, y aquellos que pensaban que tenía naturaleza divina y humana.
Lo bueno de seguir en el mismo lugar desde el principio de los tiempos es que todo es previsible, esa es la única seguridad. Por eso, si ha llegado hasta aquí, lector, ya no le causará sorpresa saber que hoy en día, la Iglesia apostólica armenia sigue reconociendo dos naturalezas en Cristo (divina y humana), que la antigua prisión de Khor Virap es hoy uno de los monasterios más visitado por los creyentes y que una de las reliquias que se guarda en la catedral de Echmiadzín es un trozo de madera del arca de Noé.
Bibliografía
Fuente: https://www.jotdown.es
Agathangelos, History of St. Gregory and the Conversion of Armenia.
Panossian, Razmik, The Armenians: From Kings and Priests to Merchants and Commissars, Columbia Uni- versity Press, 2006.
Cartwright, M., «The Early Christianization of Arme- nia», World History Encyclopedia, 2018.
Notas
(1) Siete parejas de animales puros, es decir, aptos para sacrificio, y dos de animales impuros.
(2) Russel, J., «Formation of the Armenian Nation».
(3) Libro de Daniel, capítulos 2 y 3.