Ante la tendencia a vivir en el campo, a menudo en busca de bienestar, es inevitable hacerse la pregunta: ¿se ha idealizado en exceso la vida en entornos rurales? Muchos son los que dejan la ciudad en busca de lo que han convertido en panacea tras conocerlo los domingos. Ante la decepción, vuelven a la ciudad.
Quienes sí fueron conscientes, antes de partir, de lo bueno y lo malo siguen adelante sin perder de vista que, si bien su calidad de vida ha mejorado, vivir en el campo no significa pasarse el día sin ropa tumbado en una hamaca. Hablamos con algunos de los que residen en entornos agrestes, desde donde compaginan teletrabajo con huerto y rebaño.
Marc Badal estudió Ciencias Ambientales e investigó el neorruralismo en su trabajo final de máster. «Y, al final, me convertí en mi propio objeto de estudio», cuenta Badal, que ha publicado recientemente el libro Vidas a la intemperie. Nostalgias y prejuicios sobre el mundo campesino (Pepitas de calabaza).
Para él, regresar al campo no es una moda ni se ha dado de manera repentina, sino que más bien se trata de «un goteo constante» históricamente poco visibilizado, salvo en algunos momentos puntuales en los que estos movimientos han alcanzado mayor repercusión. Los narotniki rusos, el anarquismo clásico en Italia y Suiza y las comunidades utópicas son algunos de sus precedentes. «Había autores que escribían las obras, pero es que también había gente que, inspirada por esas obras, se iba al campo», explica.
Después de mayo del 68, renació la tendencia de regresar al pueblo. Recuerda Badal que «la gente salió de París con toda la decepción y Francia se llenó de experiencias comunitarias». Por lo que no considera que en los últimos 20 años haya ocurrido de manera repentina: «Siempre hay gente dando ese paso».
El desalojo de Sasé, en Huesca, fue uno de los momentos que marcaron su experiencia. Situaciones de este tipo en los Pirineos, a menudo relacionadas con la construcción de pantanos, le llevaron a dedicar el trabajo de máster al movimiento neorrural que se había instalado en terrenos tanto abandonados como expropiados en pos de proyectos desarrollistas fallidos.
Hasta que decidió dejar la ciudad porque «sin relación fisiológica con el objeto de la reflexión no le veía sentido». Se fue al campo, por tanto, en busca de la coherencia entre sus intereses intelectuales y su forma de vida.
Vivir en el campo
Desde que dejó Barcelona, Badal ha vivido en varios pueblos abandonados y actualmente comparte con su pareja un caserío en Navarra, muy cerca de Luzaide, donde tiene huerto, árboles frutales y un pequeño rebaño de ovejas.
A diario, Badal compagina todo este trabajo en el campo con la escritura, charlas y otros proyectos relacionados con la okupación rural y el neorruralismo. Parece un oxímoron, pero Badal habla de «estrés rural». Contra quienes visitan el campo los domingos y lo imaginan como un lugar paradisíaco y relajante, la vida allí, asegura, requiere un gran esfuerzo.
Badal considera que, «aunque tú eres tu patrón y marcas tus horarios», la única forma de vivir a «un ritmo más tranquilo» pasa por pertenecer a un grupo relativamente amplio de unas quince personas que puedan repartirse los trabajos, pero no es posible cuando se trata de proyectos individuales o familiares.
«Ni siquiera he dado el paso a la producción económica porque quiero ese tiempo para poder seguir escribiendo. Llevar un ritmo tranquilo es poco habitual, la verdad. Pero no digo que no exista», matiza.
También por coherencia, Rubén Hernández y Emilia Lope dejaron Madrid y se fueron al campo. Su casa actual está en la comarca de la Vera, Cáceres, a varios kilómetros del vecino más cercano. Ambos son editores de Errata Naturae, responsables de haber incitado a otros a regresar al campo con su colección Libros Salvajes.
Por resumir: han publicado Walden y otros libros de Thoreau, el gran impulsor del regreso al campo y de la búsqueda del contacto con la naturaleza. Cuando lanzaron su colección, la nature writing ya llenaba estanterías en Estados Unidos, pero en España era aún un género relativamente desconocido. Leían en inglés y en francés y, a medida que los títulos sobre la vida en plena naturaleza iban aumentando, se vieron empujados a seguir los pasos de sus autores y dejaron la ciudad.
Cada mañana, Rubén Hernández se levanta alrededor de las 6.00, escribe, lee y lleva a su hija al colegio en bici. Recorren varios kilómetros, pero le compensa: «En Madrid, llevarla a la guardería, aunque estaba cerca, al final suponía 40 minutos para ir y otros tantos para volver», recuerda.
Desde hace dos años, recogen agua de un manantial, tienen el teléfono fijo conectado a través de internet porque no hay línea telefónica y utilizan placa solar. Cada invierno, calcula, necesitan unas cinco toneladas de leña. Su hija, de cuatro años, pasa las tardes jugando en el campo con una yegua y dos perros, pero también juega en las calles del pueblo más cercano, donde se encuentra con sus compañeros de colegio.
«La decisión la tomamos por acumulación y por el deseo de recuperar la relación con la naturaleza. Llevábamos muchos años con la sensación de que Madrid exigía mucho y que compensaba poco. Tanto por el tiempo como económicamente. El alquiler no paraba de subir y cada vez dejaba menos espacio público para disfrutar», recuerda el editor.
No se fueron de golpe. Durante un tiempo, cada fin de semana alquilaban una cabaña en Gredos. Pero su sensación de que ese era el entorno en el que querían estar, no solo de viernes a domingo, les llevó a elegir una nueva forma de vida.
«Empecé a hacer muchas lecturas que tenían que ver con esto. Es un interés personal que al final se va a lo profesional y es fundamental que haya una relación entre lo que uno dice y hace. Vas confeccionando un discurso en el catálogo y ya es imposible no aunar el interés práctico con el personal», explica Hernández.
La crianza de su hija fue otro factor decisivo, puesto que tanto él como la madre querían que la niña tuviera la oportunidad de crecer en otro ambiente, pero también de conocer tanto el campo como la ciudad.
Al menos una vez al mes se desplazan hasta Madrid, que solo queda a dos horas. Van al cine, al teatro, y así compensan lo único que echan de menos de la vida en una ciudad. «Aquí, ahora, tiene más oportunidades. A los 16 querrá hacer otro tipo de cosas que el pueblo limitará, pero ya nos enfrentaremos a eso. Ahora está encantada y ha sido mucho más sencillo que en nuestras previsiones», añade.
Tener gallinas no es solo tener gallinas
Como Hernández, Belén Pardos solo echa de menos la oferta cultural de la ciudad y las posibilidades de ver a sus amigos. «Nos hemos ido a un sitio muy cercano a un pueblo pequeño y puedo ir en bici o andando en un momento. Si algo echo de menos es la vida social. Allí bajas y ya está; aquí ya dependes del coche para acercarte a tu gente. O el rollo cultural: si te quieres ir a un concierto o al cine; pero ya está. Solo echamos eso de menos porque somos jóvenes y nos gusta alternar», comenta.
Belén Pardos nació en la ciudad, pero creció en el campo. Cuando quiso independizarse, solo encontró una opción asequible: un piso en Elche. Vivió allí durante 8 años, hasta que decidió que volvería al campo en busca de una vida más tranquila. Desde 2017 convive con su chico y con sus gallinas entre Alicante y Torrellano. Aunque ha encontrado lo que buscaba, no idealiza su nueva forma de vida, entre otras cosas, porque sabe que tener gallinas es mucho más que tener gallinas.
«Me apetecía poder producir cosas y comérmelas de mi casa. Todo eso tan romántico y maravilloso de vivir en el campo… ¿Cuál ha sido la realidad? Que requiere un trabajo tremendo. Mi chico y yo no nos dedicamos a eso, tenemos nuestros trabajos y es complicado compatibilizarlo».
«Que sí, es maravilloso tener gallinas y es muy satisfactorio coger el huevo calentico y hacerse una tortilla, pero requiere que vayas todos los días a verlas, las alimentes, les limpies la caca, controles los huevos, mires si están incubando o no, que no se peleen», explica. Por todo ese trabajo, solo se plantea a largo plazo tener un huerto y una cabra para hacer queso.
Como mujer, Pardos se siente más empoderada desde que vive en el campo. Allí ha descubierto que en ese contexto puede sentirse «fuerte, poderosa y autónoma». «También me permite ser capaz de hacer más cosas con mis propias manos. Cuando trabajas delante de un ordenador escribiendo o haciendo cosas de secretaria, es chulo ver esa parte más artesanal, por así decirlo», dice.
A pesar de la multiplicación de tareas, la vida en el campo le ha aportado un bienestar que le compensa. Y no solo a ella. Una de las razones por las que tomó esta decisión fue la libertad de sus perras y, concretamente, la salud de una de ellas. «Tenemos una galga que tenía ansiedad por separación y destrozaba la casa cuando no estábamos. Ahora está feliz. Va corriendo por el campo y se le ha ido la ansiedad».
¿De verdad se puede desconectar?
Según Hernández, es posible llegar al campo y ser «competente a nivel personal», pero sin dejar de estar «inmerso en algunas dinámicas de la ciudad». Se refiere, en concreto, a la necesidad constante de revisar el e-mail y a la saturación de los grupos de WhatsApp, entre otras cuestiones similares.
Aunque no tiene vecinos ni teléfono móvil, Marc Badal es consciente de que la desconexión absoluta no es posible. La idealización de la vida en el campo llega a crear espejismos tales como la posibilidad de vivir fuera del sistema y sin dinero, pero Badal asegura que es una «absoluta mentira».
«Al final, siempre necesitas el coche, o herramientas, o materiales. Vale, cortas tu leña, sí. Pero ¿quién corta leña sin motosierra?».
Fuente: www.yorokobu.es