Hubo un tiempo en que los conceptos derecha e izquierda parecían interpretar las claves de la sociedad y la política. Todo empezó con la revolución francesa y el lugar en que se ubicaban los convencionales: unos a favor del rey, otros en contra. Después les llegó el turno a los filósofos: los hegelianos de derecha y de izquierda. Antes de finalizar el siglo XIX, los conceptos ya habían ganado la calle y se constituyeron en el sentido común de las luchas sociales de ese tiempo.
En el siglo XX, sucesivas generaciones pensaron la conflictividad a partir de estos términos. Los comunistas, los socialistas. Sartre, Malraux, Camus, incluso Aron. Como suele ocurrir en estos casos, a los usos le sucedieron los abusos. Todo se tiñó con el color de la derecha o la izquierda: una película, una novela, una pintura... todo. El concepto se transformó en el “abracadabra” que permitía develar los misterios de la sociedad y la política.
Ser de derecha o de izquierda definió en el pasado una consistente identidad política y una visión del mundo que otorgaba certezas en algunos y tranquilidad de conciencia en otros. Admitamos que en las últimas décadas, el recurso fue más empleado por la izquierda que por la derecha, quienes, justo es reconocerlo, admitieron por buenas o malas razones que esa calificación binaria no los representaba, no los contenía y, particularmente, no los ayudaba a interpretar lo real.
No hace falta abundar en demasiadas consideraciones para admitir que el concepto ha perdido centralidad y, en el mejor de los casos, opera en los márgenes de la realidad y del propio debate teórico. En la actualidad, la recurrencia a esta “contradicción fundamental” actúa en la orillas del sistema político y los votos coyunturales que obtienen sus candidatos provienen más del rechazo o el hartazgo de franjas de la sociedad con ciertas prácticas de la política que de una adhesión consciente al paradigma de la lucha de clases.
El derrumbe del comunismo y su consecuente impacto en certezas, dogmas e ilusiones puso en crisis la identidad de la izquierda y, sobre todo, dejó en evidencia que esa calificación que antes otorgaba tantas seguridades no alcanzaba para explicar los nuevos problemas abiertos en la agenda social. Omnipotente, segura de sí misma, confiada en que su identidad estaba en sintonía con el rumbo de la historia, la izquierda fue descubriendo progresivamente y con graves desgarramientos espirituales y políticos que esa identidad, antaño tan consistente, ahora se desvanecía.
La crisis está abierta, pero sin embargo la devaluación de los conceptos no ha impedido que sobrevivan las palabras. Ser de derecha o de izquierda no alcanza a explicar el universo conflictivo de la política, pero el empleo de las palabras hoy vale más como un insulto que como una crítica y, en muchos casos, como una manera cómoda de simplificar o anular el debate político.
En el pasado, la izquierda se atribuyó ser la titular de los grandes valores de la humanidad y, al mismo tiempo, la portadora de la rebeldía. De más está decir que las experiencias inmisericordiosas del siglo XX demostraron que su moralidad fue más que vidriosa y su rebeldía devino a la hora de ejercer el poder en represión y conformismo. Por su parte, la derecha nunca aceptó colocarse en el lugar del villano en la historia, aunque más de una vez hizo méritos para serlo.
¿Cuesta tanto entender que las categorías derecha e izquierda son políticas pero no morales? ¿Y que esa construcción política hoy no alcanza para interpretar la realidad y, mucho menos, cambiar el mundo? ¿Cuesta tanto despojarse de una construcción fallida, de una antinomia cuyos contenidos están vaciados y viciados? ¿Por qué esa negativa a pensar desde la libertad y no desde la sujeción al dogma?
No deja de llamar la atención que una izquierda que alguna vez se jactó de ser científica recurra en el tiempo de su declinación a objeciones morales más cercanas a una visión simplificadora de la religión que a una lectura objetiva y rigurosa de la realidad con instrumentos teóricos modernos. Dicho sea al pasar, no es éste el único punto en que la izquierda parece identificarse con las versiones más cerradas, oscuras y fanáticas de una religiosidad que los propios religiosos han superado hace rato.
Más allá de nostalgias y resistencias a admitir que el mundo ha cambiado y que los marcos teóricos necesariamente deben ser otros, lo que parece estar fuera de discusión es que ninguno de los problemas serios que hoy nos afligen como nación pueden explicarse satisfactoriamente a partir de la dicotomía izquierda/derecha. Temas como inflación, inseguridad, educación, salud, políticas cambiarias, estrategias de desarrollo, alineamiento de la Argentina en el mundo, pueden abordarse desde muchos lados, pero seguramente la versión más pobre e indigente sería la de intentar entender estos dilemas desde la supuesta dialéctica entre izquierda y derecha. Es más, no sólo no los explica, sino que a la confusión y la incertidumbre les suma oscuridad e impotencia.
De hecho, hoy el debate político planteado a la sociedad no incluye cómo destruir al capitalismo sino cómo hacerlo funcionar. En ese debate, no hay lugar para la contradicción derecha/izquierda. O el lugar que le corresponde es muy pequeño, casi insignificante. Admitamos que en nuestro país la política jamás se redujo a este tipo de oposición. Por buenas o malas razones ni el radicalismo ni el peronismo se ordenaron atendiendo a esta dicotomía. Algo parecido puede decirse del desarrollismo y el alfonsinismo. Incluso en el campo de la izquierda, sus propios teóricos necesitaron incluir -por ejemplo- las variantes de lo nacional y popular para explicar la naturaleza de la conflictividad social en los países periféricos.
El primer desbordado por los rigores y tempestades de lo real fue el propio Lenin, quien debió lidiar con una revolución que se produjo en contradicción con la hipótesis marxista de que el cambio social sólo era posible en los países con alto nivel de desarrollo capitalista. Fue entones que se teorizó acerca del eslabón débil de la cadena de dominación y explotación imperialista o el desarrollo desigual y combinado, especulaciones y justificaciones teóricas nacidas de la necesidad y que en el mediano y largo plazo abrieron puertas a los populismos en cualquiera de sus versiones, al nacionalismo en sus variantes más cerradas y al rechazo ya no al capitalismo sino a la modernidad, motivo por el cual muchos de ellos hoy se encuentran cerrando filas al lado de las teocracias fundamentalistas y las bandas terroristas islámicas con las que nada los une, salvo la certeza de calificar a Occidente como el Gran Satán.
Reducida al anacronismo teórico y a la impotencia política, la izquierda ha perdido hace rato su pretensión de vanguardia, y sus referencias afectivas y simbólicas están más en el pasado que en el futuro. Ocurre que esas izquierdas, después de la estrepitosa caída del socialismo real, han perdido anclaje con las experiencias de la historia y hoy sus paradigmas centrales -lucha de clases, revolución social, eliminación de la propiedad privada, dictadura del proletariado o dictadura obrero-campesina- han perdido vigencia, al punto que hasta los adherentes más convencidos prefieren hacer silencio o reducir sus propuestas a temas relacionados con la sexualidad o el medio ambiente, temas que, dicho sea de paso, en otros años no tan lejanos encontró a estos izquierdistas instalados en el lugar del represor y del comisario político.
Pero más allá de las discusiones académicas, lo que parece poseer la consistencia de lo evidente es que el devenir propio de la sociedad no se acomoda a la dicotomía derecha/izquierda. A los candidatos que se presentaron en las elecciones del pasado domingo se los podrá evaluar desde diversos lugares, pero seguramente la mirada más pobre, más mezquina sería la de atarse a un marco teórico arrasado por la historia.
Fuente: https://www.ellitoral.com/