A algunos quizá habrá sorprendido que el Partido Socialista haya proclamado estentóreo una voluminosa subida de impuestos al poco de ganar las últimas elecciones: ¿no quedan aún por votar, dentro de escasos días, parlamentos regionales y Ayuntamientos? ¿No sería posible que ese anuncio lastrara su imagen ante esos nuevos comicios? ¿No podría haber votantes socialistas que justo se hayan arrepentido de su apoyo al encontrarse, a pocas horas de emitirlo, con que ello implicaba un buen recorte en el dinero del que dispondrán a final de mes?
Tal sorpresa y tales preguntas olvidan dos hechos acerca de la naturaleza humana. En primer lugar, que los seres humanos tenemos una gran capacidad para mentir a los demás; en segundo lugar, que tenemos una aún mayor capacidad para mentirnos a nosotros mismos.
Como los humanos mentimos, el Gobierno enseguida ha propagado la especie de que la subida de impuestos solo afectará a unos pocos ricachones que, simplemente, habrán de dejar de gastar en la pintura metalizada de sus yates, ya ves, cuán poca cosa. (Aunque, incluso en ese caso, habría que preguntar a los esforzados obreros que se dediquen a pintar yates si ellos también ven bien el tener que largarse al paro). Seamos serios; ya ha habido expertos, como Daniel Lacalle, que han explicado por qué esta idea es peor que falsa: ridícula. Es imposible que los 26.000.000.000 euros de impuestos (más la también prevista revisión de 60.000.000.000 euros actuales en deducciones) los asuman solo unos pocos millonarios; e, incluso si lo hicieran, ello acabaría repercutiendo en todos (como bien intuyen los pintores de yates).
Pero dejemos de momento la economía a los economistas y pasemos a la psicología: a los humanos también nos apasiona engañarnos a nosotros mismos. Lo vieron ya Platón o Aristóteles, y hace unos sesenta años el neoyorquino Leon Festinger ahondó ahí. Su teoría parece diseñada para explicar la mente de un votante socialista estos últimos días: por un lado, su inmenso gozo porque Sánchez haya ganado las elecciones; por otro, su probable desazón porque ello implicará menos dinero en su cartera. Festinger nos advirtió de que cuando esto sucede, cuando se meten en nuestra cabeza dos ideas incompatibles como esas (lo que él llamó “disonancia cognitiva”), nuestra mente busca enseguida un arreglo entre ambas, por forzado que este sea. Cualquier cosa mejor que la congoja de tener que, por ejemplo, alegrarse y entristecerse a la vez. Quizá el arreglo que nuestro cerebro busque sea poco verosímil, a menudo incluso risible: pero si sirve para calmar la lucha que hay en mi cabeza entre dos nociones contrarias, me abrazaré a él con pasión.
La teoría de Festinger explica bien lo sucedido en cuanto los socialistas han anunciado un sablazo fiscal: un buen número de tuiteros, periodistas, humoristas, miembros de la farándula y demás protagonistas de nuestra “opinión pública” izquierdista se han apresurado a pregonar que están muy contentos de pagar más impuestos. O que, si tuvieran la mala suerte de que los nuevos impuestos no les afectasen, les encantaría tenerlos que abonar igual. Normalmente estas proclamaciones vienen acompañadas de un cierto sentimiento de superioridad moral: “Oh, miradme, es más, admiradme: ¿no soy un excelente ejemplo de persona generosa al querer pagar cuantos más impuestos, mejor?”.
¿Por qué creo que estas manifestaciones responden a una disonancia cognitiva y no a un genuino deseo que podrían tener los concernidos de costear más y más impuestos? Bien, hay un trabajo de campo muy interesante que han hecho tuiteros más laboriosos que yo, y que demuestra que muchos de los que hoy exultan por tener que apoquinar más impuestos en cambio se quejaron amargamente ante subidas previas si estas venían… del PP en vez del PSOE. Hay que deducir pues que no es tanto que les gusten los impuestos, sino que les gustan ahora que se los impone la izquierda a la que han votado. Y así ya no tienen que arrepentirse de lo votado: adiós, disonancia cognitiva, adiós.
En cualquier caso, la pregunta ética con que hemos titulado este artículo permanece: sea o no por resolver una disonancia cognitiva, ¿no es acaso loable querer contribuir con tu dinero a que el Estado tenga cada vez más recursos, a que la sanidad pública y la educación pública y las oficinas de los recaudadores de impuestos (la de Valladolid, por ejemplo, es majestuosa) sean cada vez mejores? ¿No es justo promulgar urbi et orbi que eres así?
La respuesta a esta pregunta es un no rotundo, en primer lugar, porque (como a menudo ocurre con asuntos ético-filosóficos) esas preguntas están mal planteadas. Y a una pregunta tramposa solo cabe dar una respuesta tramposa… o desentrañar por qué la pregunta es falaz. En este caso, porque olvida algo: que con el dinero que se nos lleva el Estado no solo se financian médicos o profesores, medicinas o pizarras, sino también otras muchas cosas que uno puede, legítimamente, pensar que resultan innecesarias y que sería bien loable eliminar. Por ejemplo, porque no hubiera dinero para ellas.
Pongamos un ejemplo: hace unos meses el Gobierno socialista proclamó que, con miras a combatir la pobreza infantil, crearía para ello un Alto Comisionado (nunca he entendido muy bien la diferencia entre un Alto Comisionado y un Comisionado a secas, debo confesar). La oficina del Alto Comisionado tiene un presupuesto muy sencillito: 66.000 euros (más un plus de 35.000 euros) para su presidente (un profesor universitario socialista); 56.000 euros (más un plus de 40.000 euros) para su directora (otra profesora socialista también). Año tras año. En total, unos 200.000 euros anuales. La oficina carece de proyectos propios, carece de iniciativas; solo pretende encargarse de “coordinar” cosas que harán los demás. En ningún documento se ha explicado pormenorizadamente qué es eso de “coordinar”.
Y bien, algunos podríamos pensar que esos 200.000 euros que se llevarán cada año esos dos profesores podrían tener mejores usos. Por ejemplo, para dárselos a los que sí padecen pobreza infantil. Hay pruebas empíricas de que ese sistema funciona bastante bien para resolver la pobreza. En ese sentido, si nos parece mal que nos cobren más impuestos no es porque ansiemos que no haya dinero para niños pobres (de hecho, ni un céntimo de esos 200.000 euros va a ellos), sino porque deseamos que no lo haya para dispendios como el descrito. Además, así ayudaríamos también a ser virtuosos a los políticos y receptores de esas prebendas: les pondríamos más difícil mancharse con el vicio del derroche. Nuestra bondad antiimpuestos haría, pues, también mejores a los demás. Jugada maestra moral.
Pero (y vamos ahora con el segundo argumento por el que no es loable querer pagar más impuestos) incluso si todo el dinero que gasta el Estado estuviera excelentemente ajustado, aun así, habría motivos para no considerar éticamente admirable al que proclama que le encanta pagar más impuestos. Son tres las razones para ello.
La primera es que quien así habla nos está engañando. Es falso que se alegre de poder abonar él ahora más dinero al Estado: por el sencillo motivo de que ya podía hacerlo antes. El Estado acepta encantado donaciones: ¿por qué no haberlas hecho antes? Decir que te alegra poder pagar más ahora cuando en realidad ya lo podías hacer antes es como si yo digo que me alegra poder saludar a Gertrudis ahora, después de que llevo dos horas ignorándola mientras compartíamos sala de reunión. En realidad, es muy probable que no, que no me entusiasme demasiado saludar a Gertrudis si solo lo hago cuando me obligan.
¿Qué quiere decir entonces el que pregona “Oh, cuánto gozo me da poder sufragar ahora más impuestos”? Resulta obvio que lo que sí le alegra no es pagar él (ya podía hacerlo antes), sino que ahora tengan que hacerlo los demás. Alegrarte de que los demás tengan que hacer algo que no quieren puede ser más o menos reconfortante; pero está claro que no prueba que poseas una especial excelencia ética. Este es el segundo motivo por el que blasonar de que te gusta pagar impuestos no resulta particularmente loable: en realidad estás vanagloriándote de que se esfuercen en algo… los demás. Es igual que si yo fardara de cuán bueno soy porque deseo que mi vecino me haga la comida todos los días. La ética va de hacer el bien uno mismo, no de alegrarse de que nos lo hagan los demás.
Por último, la tercera razón por la que no es un mérito ético ufanarte de que te gusta pagar impuestos es la más simple de todas. De hecho, resulta un tanto deprimente que quienes presumen de querer pagar más impuestos no la conozcan. Todos los grandes sabios del pasado han coincidido, al hablar de ética, en lo mismo: está bien que hagas el bien, pero no está nada bien que alardees de ello. Jesús, Buda, Confucio, Sócrates… vivieron en culturas muy distintas, pero tenían claro este mismo punto. Cuantos fanfarronean de lo mucho que les gustaría pagar impuestos para hacer el bien se encuentran, pues, en un nivel muy bajo en cuanto a conocimientos éticos. Resultan tan tiernos como niños de cinco años cuando se jactan de cuán grandes jugadores de fútbol son; en realidad, apenas conocen el reglamento del fútbol, o en este caso de la ética, que prohíbe como el más grave penalti pavonearte de tu “bondad”.
Fuente: the objective